Contra la riqueza empobrecedora, por la prosperidad frugal que puede darnos nuestra potencia
(respuesta a los comentarios al libro La potencia de los pobres)
San Cristóbal de las Casas, Chiapas, diciembre 30, 2011
Jean Robert
Un aspecto del libro que se comentó aquí, es que critica el concepto de riqueza pregonado por la economía capitalista. En casi todos los países, los economistas pretenden medir la riqueza. Pretenden medirla en la cantidad de valores acumulados. Y, ¿Qué son esos valores? Son mercancías.
La primera frase de la obra de Karl Marx, El capital, es:
La riqueza de aquellas sociedades en las que prevalece el modo de producción capitalista se presenta como “una inmensa acumulación de mercancías”
Este tipo de medición de la riqueza permite que, en las sociedades en que se practica – las sociedades capitalistas – haya cada vez más cosas útiles en las bodegas y gente inútil en la calle. ¿Gente inútil? Gente vuelta inútil, gente inutilizada, gente expropiada de sus poderes de palabra y de acción. Gente callada políticamente, gente pauperizada y vuelta impotente. Eso son los pobres modernos, los pobres modernizados, como decía Iván Illich. Es cada vez más evidente que la sociedad moderna pauperiza, es decir, vuelve a la gente cada vez más pobre. Esa pauperización es la consecuencia del concepto de pobreza que prevalece en las sociedades capitalistas. Este es a su vez la consecuencia directa del concepto capitalista de riqueza que acabamos de mencionar. La pobreza capitalista es la imagen invertida de la riqueza capitalista, la que se mide en valor, es decir en dinero. La pobreza capitalista ha sido cuantificada por el Banco Mundial, por ejemplo. Ganar menos de un dólar al día = pobreza absoluta. Ganar menos de dos dólares al día= pobreza relativa. Según esas definiciones, hay en el mundo 2.800 millones de pobres absolutos y 1.200 millones de pobres relativos. Juntos, representan 56% de los hombres. Pero el Banco Mundial sabe calibrar sus datos. Según sus criterios, sólo hay en el mundo 38% de pobres absolutos. Son muchos, muchísimos, pero ya que hay más de 7 millones de gente en el mundo, los pobres absolutos siguen siendo una minoría. Entonces, el caso normal es la no-pobreza. Entonces, los pobres relativos se pueden representar como pobres en tránsito hacia la no-pobreza. Que bueno, ¿verdad? Así la pobreza se puede presentar como un caso anormal. Esa anomalía o desviación de la normalidad es una especie de enfermedad que se tiene que curar. Como ironizaba Iván Illich, hay que adoptar, hacía los pobres, una actitud de tolerancia terapéutica. Hay que ser tolerantes con ellos mientras aceptan someterse a las terapias que los ricos inventaron para “curar su pobreza”. Si resisten a esas terapias, que son muchas veces “medidas económicas”, hay que usar métodos más contundentes.
Entonces, según las estadísticas del Banco Mundial, el que gana tres dólares al día no es pobre, ni absolutamente ni relativamente. Tres dólares diarios son 35 pesos, al mes, casi 900 pesos. Así que aquel político mexicano de los 6000 pesos mensuales era mucho más generoso que el Banco Mundial.
Creo que hay que rechazar simultáneamente el concepto de riqueza y el de pobreza de los economistas. Quizás debería decir “los economistas capitalistas”, pero, ¿hay otros? Si los hay aquí, ¡que se manifiesten!
¿Hay otro tipo de “riqueza”, que no consista en la acumulación de mercancías? Si la hay, ¿merece aún el nombre de “riqueza”? ¿No sería mejor hablar de prosperidad? O, como algunos compañeros andinos, del “buen vivir”? ¿Puede haber sociedades prósperas en las que no haya sobreabundancia de mercancías? ¿Donde la prosperidad no consista en valores acumuladas, sino en las capacidades, las habilidades, la fuerza de la gente? ¿No en la acumulación de cosas ya hechas, sino en capacidades de hacer?
El libro que comentamos aquí es una investigación sobre estas otras formas de riqueza y las formas de pobreza correspondientes. Es lo que quisimos anunciar cuando titulamos éste libro “la potencia de los pobres”.
La idea de hablar de la potencia de la gente más que de sus “riquezas” nació en el corazón de un filósofo que vivía hace más de 350 años y se llamaba Baruch o Benedicto Spinoza. Digo que nació en su corazón, porque este hijo de rico era pobre de corazón. Se deshizo de la herencia paterna y vivió en la pobreza voluntaria. Sólo así, decía, podía ser libre para pensar. Rechazó todos los honores. Era uno de los filósofos más grandes de su tiempo, pero nunca quiso enseñar en universidades. Toda su vida, trabajó para mantenerse. Pulía lentes.
Hace cuatro años aquí, cuando se rindió homenaje al maestro Andrés Aubry que acababa de fallecer, se le otorgó un doctorado por su defensa del conatus de la gente, un doctorado liberationis conatus causa, se escribió en latín. Conatus era una palabra de Spinoza: el conatus es la forma más íntima de ganas de vivir, de seguir siendo lo que uno es, de fidelidad a sí mismo. Es la potentia original. Algo un poco como la enjunda dijimos entonces. La potentia es la raíz de toda autonomía.
En cambio, en el capitalismo, la “riqueza” es la cantidad de mercancías en la que uno tiene que vivir, unos pocos poseyendo las, la mayoría, envidiando las. Respecto a la envidia, los que conocen un poco la historia de las ideas económicas recordarán que 17 años antes de publicar su Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones (1776), el padre de la economía moderna, Adán Smith, había escrito un primer libro titulado La teoría de los sentimientos morales (1759). En este libro, Smith no preguntaba ¿cuales son la naturaleza y la causa de las riquezas? Sólo preguntaba “¿Por qué queremos ser ricos?” Y no contesta “porqué queremos vivir bien”. Para ello, dice, no se necesita riqueza, basta llevar una vida frugal moderadamente laboriosa. La razón por la que un hombre quiere ser rico, es que quiere atraer la simpatía de los demás. Hoy, en vez de simpatía, diríamos envidia. Es para esto que sirve la riqueza. Para volverle a uno objeto de la envidia de los otros. Para él que vive en medio de esta forma de riqueza, nunca habrá suficiente. Es como una adicción. El exceso de mercancías mata el conatus y fomenta la impotencia. Cuando el mundo se atiborra de cosas útiles, hay cada vez más gente inútil. Las promesas de este tipo de riqueza son palabras envenenadas.
En algunos meses, se van a celebrar elecciones cuyos candidatos proponen todos volver a los ciudadanos más “ricos”, más envidiosos, es decir más impotentes. ¿No hay otras opciones que lo que los programas electorales nos proponen?
Marx no podía predecir a que niveles de impotencia iba llevar la invasión de las mercancías y, sobre todo, de esas mercancías inmateriales que llamamos servicios. Hoy podría complementar su famosa frase así:
La riqueza de aquellas sociedades en las que prevalece el modo de producción capitalista se presenta también como “un enorme atiborramiento de servicios”, algunos facultativos, muchos, obligatorios. Me perece importantísimo saber distinguir entre dos tipos de situaciones muy diferentes: la falta de servicios llamados básicos en las regiones muy pobres y su excesiva proliferación en los barrios ricos de las grandes ciudades.
En los años 1970, la ciudad de Cuernavaca fue un tiempo una capital intelectual mundial en la que se elaboró por primera vez una crítica radical de los servicios, no los que faltan, sino los que sobran y agobian. Eran años en los que se empezaba a entender la destrucción ecológica causada por la producción de mercancías: la producción de mercancías en exceso daña la naturaleza. Los análisis del CIDOC se inauguraron por la frase siguiente, pronunciada en 1970 por Iván Illich: “Más allá de ciertos límites, la producción de servicios hará más daño a la cultura que la producción de mercancías hizo a la naturaleza”. En seguida, Illich analizó sucesivamente las instituciones de servicios de educación, de transporte motorizado y de medicina. Cada una de estas instituciones, descubrió, había rebasado los límites críticos y se había vuelto contra-productiva. Para explicar esta contra-productividad caricaturizandola un poco, se puede decir que, cuando se rebasan límites razonables, les escuelas apendejan, los transportes paralizan y hacen perder tiempo y los hospitales enferman.
Pero, si Marx no podía prever la extensión de la catástrofe ecológica, entendió su causa y la nombró: el fetichismo de la mercancía. Considero que eso es una de sus aportaciones principales. La palabra fetiche designa una cosa facticia, por ejemplo un ídolo. El fetichismo de la mercancía es una especie de adoración de las mercancías, como si fueran ídolos. La sociedad capitalista atiborra a los ricos de mercancías y servicios mientras alienta la envidia de los pobres por cosas que nunca podrán tener. La posesión excesiva de los ricos y el fomento de la envidia de los no ricos son las dos caras de la idolatría capitalista. Más allá de ciertos límites, tanto el atiborramiento del uno por ciento como la envidia del 99 por ciento matan al conatus, el apetito de vivir, las ganas de hacer cosas y fomentan la impotencia. Es el punto a partir del cual el capitalismo vuelve a todos miserables. Creo que lo que los financieros llaman “la crisis” es simplemente el haber llegado a éste punto de no retorno.
Se puede analizar esta miserabilización general a través de los tres mercados dominantes que, en la sociedad capitalista, determinan todos los otros:
el mercado del dinero (piensen en las Bolsas y la economía financiera), el mercado de la tierra es decir de los predios y bienes inmuebles y el mercado del trabajo. El dinero es una relación de poder que aparece como la medida del trabajo que necesitó la producción de mercancía y de servicios. El fetichismo de la mercancía oculta esta relación de poder entre los hombres y la hace parecer como una relación entre cosas. La tierra es el territorio, el terruño como decía Andrés Aubry. El fetichismo de la mercancía niega la relación de los hombres a su terruño y le da un precio, como si la tierra fuera una mercancía. Uno de los peores horrores del presente es el asesinato de gente del campo que defiende su territorio. Finalmente, el trabajo es el hombre mismo, su fuerza, la potencia de su cuerpo. El fetichismo de la mercancía desencarna el hombre como si le robara su cuerpo.
He tratado de condensar en quince minutos lo que tratamos de decir en más de 250 páginas.